sábado, 14 de mayo de 2016

Un viaje en lancha + curanto


Historia que describe paisajes, alimentos, costumbres y vivencias en la isla de Chiloé.

Ese verano, como tantos otros, vivimos las vacaciones en familia, viajando por el país.
Nuestro grupo estaba compuesto por tía Elena -hermana de papá- su marido, sus dos hijas, maridos, nietos y mi familia.
La intensión ese año, fue mostrar las maravillas de Chiloé al flamante marido belga de una de las primas.
La primera parada de nuestras vacaciones fue en un pequeño pueblo de Chiloé llamado Tenaún, ubicado al norte de la ciudad de Quemchi, en la costa interior de la Isla Grande de Chiloé al sur de Dalcahue. La única manera de llegar por tierra a ese lugar, era a través de un camino ripiado que en ese viaje estaba en muy malas condiciones, papá lo comparó con un sembradío de papas.

Después de mucho tiempo saltando y tambaleándonos adentro de los autos, llegamos al pueblito, junto a una playa de arenas grises. Todos admiraron el lugar por lo pintoresco; pero yo no logré apreciar nada por un buen rato, porque todavía me daba vueltas la cabeza y el estómago con el viaje -estaba tan mareada- que lo único que deseaba era acostarme. Pero mi deseo no se cumplió, en realidad no alcancé a emitir palabra y ya se me había delegado una misión -en ese tiempo los niños éramos obedientes y no contestadores-, acompañar a tía Elena con una sobrina de mi edad a buscar "parientes" por las cercanías. La tía tenía la costumbre de buscar familiares en todos los lugares del archipiélago y aunque sea curioso, siempre encontraba algunos: lejanos, cercanos, parecía conocer todo el árbol genealógico de los "Quintana Mansilla (con "s"). Nunca supe si era un poco imaginativa o si de verdad existía parentesco entre tanta gente desconocida que visitamos en tantos viajes a la Isla Grande y las más pequeñas. Pero lo maravilloso de la situación -y que debo reconocer que me ha sucedido hasta hoy pero con más timidez- es que ellos también reconocían ese vínculo consanguíneo y nos abrían las puertas de sus casas con la maravillosa hospitalidad propia de la gente de Chiloé.
Por supuesto, en Tenaún encontramos una serie de primos y tíos felices con nuestra llegada y para demostrar su afecto nos invitaron a participar de un "curanto al hoyo" que se celebraría en los próximos días. Aún había que salir a las huertas, mariscar, pescar y bucear para recolectar todos los ingredientes necesarios.

LA NAVEGACION
Fue así como nos entusiasmamos tanto con la etapa marina del curanto, que a la mañana siguiente nos subimos al lanchón en el que irían los buzos, que además de tener la tarea de sacar los mariscos para nuestro curanto serían nuestros guías turísticos y anfitriones marinos, aprovechando el viaje, nos llevarían de paseo a la isla-pueblo de Mechuque(1).
El viaje resultó maravilloso y el día de cielos azules y sin viento, perfecto para que todo fuera inolvidable. En la ruta a las Chauques había que cruzar un golfo, que parecía un enorme lago cristalino, donde se reflejaba toda la vegetación de las costas cercanas y nuestra embarcación en medio como si estuviéramos sobre un gran espejo.
A medio camino, la lancha se detuvo y dos buzos se prepararon con sus trajes de neoprén para bajar a varios metros de profundidad y sacar de las aguas los deliciosos mariscos, crustáceos y otras delicias que adornarían con sus sabores el curanto.
Yo me sentí en el paraíso, imaginé que era una bióloga marina, recorriendo todos los mares y en ese momento mi máximo sueño era ser adulta, para poder colocarme un traje de buzo, bajar al fondo marino y conocer con mis propios ojos sus secretos.
En la embarcación ya todos éramos parte de la tripulación, absolutamente poseídos de nuestros roles marineros y esperábamos atentos las señales del capitán. Asomando nuestras cabezas en los bordes con el corazón apretado contábamos los minutos para que los buzos aparecieran con su pesca. Sólo rompía el silencio reinante el motor que les llevaba aire a los dos hombres por mangueras de color amarillo que se perdían en la oscuridad del agua.
Luego de unos minutos que se hicieron eternos, vimos que subían más tupidas las burbujas a la superficie; unos seres negros como lobos marinos aparecían junto a la lancha, cada uno con una canasta llena de frutos marinos extraños y coloridos. Como estábamos llenos de curiosidad por saber que se escondía bajo el mar, los buzos -además de la marisca- capturaron una mantarralla, subieron esponjas de mar de todos colores, peces de formas raras y otra serie de bichos desconocidos para nuestros ojos hasta ese instante.
Fueron muchos los viajes que realizaron hasta el fondo, trayendo cada vez algo de las variedades más maravillosas de nuestras costas, tan conocidas para ellos, pero para nuestros ojos jóvenes eran la máxima novedad: cholgas, pencas de piures, picorocos, erizos, congrios, etc.
Después de esa mañana de emociones, seguimos viaje a Mechuque, en un mar cristalino y calmo, en el que casi se podían adivinar los colores del fondo. Casi llegando al archipiélago comenzaron a seguirnos un grupo de toninas, que jugueteaban y saltaban a nuestro alrededor. Yo imaginaba que querían hacernos carrera y si así fuera, no había duda que ellas hubieran ganado, pues casi volaban en el agua.

MECHUQUE
Llegamos cerca de la hora de almuerzo. En este pueblo estaba la casa de los suegros de un amigo de la familia (tío Nelson Navarro, profesor y poeta chilote), quien pasaba allí sus vacaciones. La casa se ubicaba en lo alto de un cerro frente a la playa. Para llegar, había que subir por una huella empinada hasta un plano en el que en esa época se extendía una huerta y el único boldo del archipiélago traído desde el norte hace varios años (no sé si estará allí todavía). La casa era grande, relativamente nueva y sin terminar. Su construcción era típicamente chilota: de madera, cubierta por tejuelas y con ventanas que se componía de un enrejado de madera relleno por pequeños vidrios rectangulares.
Nos esperaban con una cazuela de gallina con papas mayo(2)  y un asado al palo de cordero, sorpresa para nosotros que sólo estaríamos de visita por unas horas. Después de la incursión marina teníamos hambre como si no probáramos bocado desde hace días, por lo que nadie pidió permiso para comer y después fue necesario dormir una larga siesta para reponer el cuerpo sobrealimentado antes de pensar volver a la mar nuevamente.
Entrada la tarde, volviendo a nuestro rol de turistas, salimos a recorrer el lugar, jugar en la playa, bañarnos, sacarnos fotos y conversar. Mechuque en esa época -no sé si será así ahora- llamaba la atención por sus calles angostas, en las que sólo se venían carretas o caballos y una que otra bicicleta. Para llegar al pueblo, había que cruzar un extraño puente sobre un estero(3).

REGRESO FALLIDO
Cuando ya comenzaba a ocultarse el sol nos despedimos de nuestros amigos y subimos a la lancha para volver a Tenaún. Todo parecía bien, hasta que el motor de la lancha no encendió.
Mientras el cielo oscurecía, el lanchón comenzó a moverse rápidamente mar adentro, pues las corrientes de la marea, que a esas horas bajaba, la arrastraban sin rumbo como a una hoja seca. 
Todas las energías de la tripulación estaban destinadas a arreglar el motor. Con una linterna uno alumbraba, mientras los demás trataban de distinguir cuál sería el problema, que a esa hora parecía no tener solución. Con mamá hablábamos de lo peligroso que era alejarnos demasiado de la costa, sobre todo si íbamos a la deriva. En ese momento, con toda la lógica del mundo, hablando como un adulto, con apenas ocho años dije: "¿Por qué no tiran el ancla?". Es increíble, pero a nadie se le había ocurrido. Por supuesto el capitán reaccionó rápido e hizo lanzar el ancla en el acto, antes de perder fondo. Sino quién sabe a donde habríamos ido a parar.
Papá ya estaba inquieto, no era un buen navegante y al suponer que sería difícil que se solucionara el problema a esa hora, y como padre sobreprotector que era, decidió  meternos a todos en un bote para partir a la costa, e instó a los demás parientes que nos siguieran, pero no quisieron, seguros de que pronto se solucionaría el inconveniente. Viajamos en la oscuridad hacia la costa a través de las tranquilas aguas de la bahía, apenas movidos por una leve brisa nocturna, alejándonos de una luz, que era lo único que divisábamos de la embarcación. Mientras papá remaba acompasadamente, levantaba pequeñas olas espumosas que brillaban por las fosforescentes noctilucas. Hablábamos sobre lo que les diríamos a los amigos de nuestro regreso nocturno.
Ya de vuelta en la isla, caminamos en la oscuridad a la única casa que conocíamos -un poco a tropezones por la falta de luz- para pedir alojamiento. Los amigos nos recibieron cariñosos por nuestro retorno, ofreciendo café para que entráramos en calor. Nos acostamos todos juntos en una pieza con dos camas (los más pequeños por los pies a la usanza chilota), suponiendo que los demás llegarían pronto y debían acostarse en algún lado.
Por supuesto que después de un rato llegaron todos muertos de frío, así que la casa en la que se alojaban normalmente cinco personas, se llenó con 20 un poco amontonadas.

POR FIN EL RETORNO
A la mañana siguiente, después de un desayuno con tortillas al rescoldo recién hechas y queso de campo, volvimos una vez más a nuestra lancha, que para esas horas ya estaba reparada y lista para viajar de vuelta.
El regreso se hizo muy corto, llegamos antes de mediodía al pueblito costero de Tenaún, y mientras que con una prima pequeña íbamos a dormir una siesta detrás de la cocina a leña de los parientes recientemente descubiertos, los demás se dedicaron a descargar los mariscos para preparar el  curanto en hoyo, que se haría en un terreno, lejano a la costa, en el que había una casa desocupada, rodeada por manzanos.

POR FIN EL CURANTO
El curanto fue todo un festejo -como debe ser un evento de este tipo-. Era el primero que yo veía hacer en vivo y en directo -ahí adentro de la tierra- y el más grande que he visto para un grupo reducido de gente (por lo general los curantos mueven a mucha gente). Mamá y tía Elena, las expertas "curanteras" estaban plenamente integradas con las nuevas primas, haciendo los milcaos y chapaleles, mientras los hombres preparaban el fuego con leña de tepú(4) para calentar una cantidad enorme de piedras que serían la fuente de calor para cocer todos los alimentos del curanto.
Los niños jugábamos y nos asomábamos al hoyo cavado en medio de la pampa, incrédulos de que ese inmenso y profundo agujero pudiera llenase de comida hasta el borde.
Cuando la leña se había consumido y las piedras estaban muy calientes, las empujaron hacia el interior del hueco con largas varas de arrayán y rápidamente comenzaron a ordenar encima de ellas varias docenas de picorocos. Encima de estos, vaciaron sacos de tacas (almejas), navajuelas (berberechos), cholgas, choritos, medio saco de papas, papas ñonchas (papas que se ponen a ahumar todo el invierno en una especie de rejilla que se coloca sobre la cocina fogón(5), se secan y toman un gusto dulzón como castañas cuando se cuecen y son de un color amarillo).
Después de colocar una capa de hojas de pangue -nalcas-, se pusieron ordenadamente las distintas carnes, como de cerdo ahumada, longanizas, perniles, pollo, pescado ahumado, etc. Luego venían los sacos de habas y arvejitas, que fueron cubiertas por otras inmensas hojas de pangue bien lavadas y encima colocaron ordenada y cuidadosamente los milcaos y chapaleles, tapados con paños húmedos y finalmente champas con el pasto hacia abajo, para que el vapor no escapara por ninguna parte (actualmente lo sellan con bolsas plásticas para que haga las veces de olla a presión, aunque no estoy de acuerdo en utilizar materiales que no son biodegradables para esta comida).
La espera era inquietante, esa larga hora -una hora en punto- que demoraría en cocinarse todo aquello -que por supuesto llenó fácilmente el espacio abierto- nos pareció eterna. Yo miraba desde cerca el lugar donde estaba tapada tanta cosa rica y no podía creer que se pudiera cocinar como en una olla, pero así fue.
Después que se cumplió el tiempo, lo abrieron con las mismas varas con que lo cerraron, cuidando no quemarse y comenzaron a sacar todo cocido y exquisito. Los vapores con el aroma de esa mezcla de alimentos inundaba la atmósfera, los jugos gástricos ya no podían resistir más esperas y corrimos a reservar un plato, pues nadie quería quedar sin probar, claro excepto mi hermano Ber que odiaba todo lo originario del mar.
Nos sentamos en medio de la pampa, calladitos cada uno con su plato, saboreando a mano cada cosa con lentitud, mientras sorbíamos un poco de vino tinto con agua y azúcar, bebida especial para los niños, pues se decía que mezclar agua o bebidas con el curanto hacía mal al estómago, que sólo debe ser vino, cosa que no es así, pero bueno, era otra época.
Después de tanto manjar, volvimos a la inmensa cocina de nuestros parientes y dormimos toda la tarde, para luego comer en la cena las sobras recalentadas, mucho más ricas todavía, sobre todo los milcaos y chapaleles que se cortan finitos y se fríen en la sartén.
Así después de tanta aventura y tanta comida, seguimos viajando a la isla de Quinchao, donde está el pueblo natal de nuestra familia -Achao- para seguir disfrutando de un verano más en familia y en el mar, y donde tuvimos la oportunidad de navegar hasta la Piedra de los Brujos, lugar mágico donde los nuevos brujos realizan sus primeros vuelos, allí aprendió a volar mi papá con su macuñ.
(1) Mechuque: Pueblo-isla ubicado en el archipiélago de las Chauques, al oeste de la isla grande de Chiloé, a una hora de viaje en lancha.
(2) Papas mayo: Papas cocidas peladas y enteras, bañadas  con una salsa hecha de cebollas cortadas a la pluma fritas en aceite y aliñadas con sal y paprika (ají de color).
(3) Estero: Especie de entrada, en la que se junta un río con el mar.
(4) Leña de tepú: Entrega mucho calor, de las mejores madera nativas para hacer fuego.
(5) Cocina fogón: Es una pieza cuadrada, típica de las casas chilotas, distinta de la cocina donde está la cocina a leña, a gas y el lavaplatos. En el centro alberga un fogón a ras del suelo y que por todas sus orillas tiene piso, en el que se ponen cojines, dejando un agujero cuadrado de varios metros de ancho para el fuego, en el techo hay un campanil, que es una elevación del techo que tiene sus contornos abiertos y que sirve de tiraje para el humo.

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