domingo, 15 de mayo de 2016

La Guerra de Barro

En el jardín de mi casa de Pelluco, había un lugar especial para los niños.

En medio del prado y oculto tras unos arbustos de bellas formas y diferentes tonalidades se recortaba un gran agujero rectangular relleno con arena de playa hasta el mismo borde, nosotros simplemente lo llamábamos "Arena". Era un rincón que frecuentábamos regularmente los días en que había buen tiempo. En él jugábamos haciendo volar nuestra imaginación creando innumerables cosas, como montañas, caminos para los autitos de juguete, túneles, construcciones con ramitas y hojas, etc. Pero existía una constante atracción, casi instintiva, a cavar más profundo para encontrar la tierra que se ocultaba bajo la capa de arena, que papá -intuyendo nuestras inclinaciones- rellenaba constantemente. ¿Y para qué? Para jugar con barro.
Era maravilloso usar agua suficiente, como para que unos puñados de negra tierra se transformaran en una masa suave, espumosa, que revolvíamos con los brazos embetunados hasta el codo y que se resbalaba delicadamente por entre nuestros dedos. Cuando nos descubrían  en estos juegos tan placenteros, éramos llevados directo al baño, donde entre reclamos y zamarreos nos lavaban parte por parte y lo más difícil era lograr blanquear nuestras uñas que quedaban inutilizadas, sin embargo pasaban unos días y volvíamos a encontrar tierra...Muchas veces en las lagunas de barro, aparecían extraños gusanos venidos de las profundidades o insectos de formas inimaginables que se sacudían tratando de escapar de una muerte segura, pero los dejábamos flotar imaginando que eran bañistas en el Mar Muerto o los únicos sobrevivientes de un diluvio.

Esos juegos siempre tenían como consecuencia quedar embetunados con un poco de barro en los brazos y la ropa, mientras hacíamos túneles, pero nunca había ocurrido algo tan impensado como lo que pasó aquel día viernes en que invité a mi amiga Gaby Wahl a jugar a la casa después de clases.

No sé cómo ocurrió ni en qué momento empezó, creo que sólo fue culpa de esas cosas incomprensibles que nos acercan a lo irracional, por las que uno es niños y no adulto.

Jugábamos como tantas veces en la arena con muñecas pequeñas, pensando que estaban en la playa tomando sol o algo así, cuando el juego cambió al comenzar a cavar y encontrar debajo la famosa y tentadora tierra, que no nos demoramos nada en mojar con unos baldes llenos de agua.

No puedo recordar quien empezó la famosa guerra de barro, pero sí me recuerdo tirándole una gran pelota a la Gaby en plena cara y ella contestándome divertida con un proyectil entre la blusa blanca y el jumper de colegio. Así entre gritos y risas nos descubrió mamá, que casi muere de un ataque, pensando qué iba a hacer con mi amiga, que era tan rubia como los pelos del choclo, tan blanca como la nieve sin siquiera un lunar o una peca que oscureciera su faz y ahora estaba convertida en una masa café entre la que brillaban llenos de risa y complicidad sus ojos verdeazules.

Mamá la agarró de un ala sin decir nada y partió con ella al baño. Yo la seguí silenciosa, todavía medio sonámbula por la adrenalina generada en la guerra.

La metió de cabeza al lavamanos. Mientras trataba de blanquearle la cara y volverle el color a su pelo amarillo. Yo reía, en realidad a esas alturas mamá también reía; si las dos parecíamos verdaderos monos de barro. Después de la limpieza nos sentamos a la mesa como unas señoritas a tomar once, olvidando todo lo ocurrido.
A la hora en que llegaron a buscarla, Gaby estaba tan blanca y pulcra como siempre.
(c) Cuento Registrado en Derecho de Autor, Santiago año 1998 en un compilado, bajo el título "Cuentos de mi Infancia", prohibida su utilización sin citar autoría.

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