domingo, 15 de mayo de 2016

La Gorda, capítulo introductorio


Ella sufría por el desamor, no era fea, pero sí gorda, demasiado obesa para este país, para este continente, para este mundo, para su mundo, para ella misma.
Ella era gorda, la soledad y la angustia la llevaban a comer más y más, pero no alimentos nutritivos, sino masas y cosas grasosas que engullía casi sin mascar. Como que todo desaparecía por arte de magia a su alrededor y las únicas marcas de su asquerosa compulsión, quedaban estampadas en su ropa completamente chorreada de cientos de colores diferentes y en distintas tonalidades, de acuerdo a lo que hubiera engullido. Tragaba sin saciedad, hasta que el estómago le dolía tanto que debía acostarse. Pero no era bulímica, no era capaz de vomitar todo lo que se echaba en la panza, pues necesitaba tener algo adentro de ese enorme cuerpo vacío, entonces sólo podía dormir, descansar y sentirse culpable, odiarse por no soportar estar consigo misma, sentirse, tocarse, verse, vestirse saber que vivía... ¿y para qué ...?
La Soledad
Ella estaba sola por que no conocía otra forma de vida, no sabía compartir por que no se quería, buscaba a las personas para extraerles el cariño como un vampiro sediento, como una sanguijuela que se adhiere a la piel y trata de meterse entre la carne.

Todas sus relaciones eran tormentosas, desde la más simple amistad al amor de pareja. La gente huía de ella rápidamente al darse cuenta de sus perversiones: ella el ser oral todo boca, todo centro del mundo secaba el cariño que los demás podían sentirle, ella no se quería, nunca se quiso ni siquiera un poco.
Ayuda
Su ansiedad y frustración por sentirse asquerosa y rechazada por los hombres la llevó a decidirse consultar un psicólogo. Pero no fue tan fácil como ella pensaba, pues fue verlo y enamorarse como loca de él.

Todas las semanas añoraba que llegara el día, para arreglarse lo más posible e ir a visitarlo. Para ella era como una cita de amor y se ponía las ropas más sexies que pudiera usar, se enrollaba decenas de collares en el cuello, pulseras de todos colores en las muñecas y repartía muchos anillos en sus dedos.

No tenía pololo ni pretendiente... pero lo tenía a él, su psicólogo.

Se sentaba a contarle sus penas y él la escuchaba -como todo psicólogo- en su lugar, serio, abriéndole puertas, entregándole diversos caminos por donde ir para comenzar a destruir sus problemas, sus temores y frustraciones.
La obsesión
En un comienzo el ir a verlo era para ella el mejor consuelo que podía darle la vida; pero pronto las cosas comenzaron a cambiar, surgían nuevas necesidades que no se saciaban con verlo una vez a la semana. Su amor egoísta y obsesivo sólo veía lo que ella podía sentir y decidió terminar con la fantasía de la consulta y llevarlo a su “realidad”, a su casa para que pudiera demostrarle su amor, que para su fantasía -a esas alturas- era correspondido, pero el hecho de estar siempre en una relación de profesional y paciente impediría que él rebelara lo que sentía por ella.
De la fantasía a...
No fue fácil seguir yendo a la consulta y esconderle la verdad, pues todos los síntomas que la atormentaban y que deseaba solucionar cuando llegó, ahora tenían nombre y apellido y los justificaba todos con el amor platónico que sentía por él.

Buscó la forma de sacarlo de la consulta, con engaños y falsa amistad, hasta que él rendido aceptó ir esa tarde a tomar el té a su casa.

Llegó un poco atrasado, el trabajo ese día había sido difícil, demasiados pacientes. Se encontró con ella ansiosa, la mesa puesta y cientos de cosas “ricas” para comer: dulce, salado, todo lo inimaginable que sirve para acompañar un té.

Ella estuvo -ayudada por su fiel y nunca bien pagada nana- trabajando horas en la cocina, preparando el enorme banquete sólo para él; fue un tiempo indecible en que se engañó a sí misma pensando que su novio venía a verla. Se arregló como nunca, llena de brillos y lentejuelas.

Al ver todo ese despliegue gastronómico, el pobre psicólogo no pudo sentirse más que confundido y complicado, pues no llegaba a entender el objeto de una actitud tan desmedida. Se sentó a la mesa frente a ella, callado, pensativo y nervioso.
El hambre
Ella se transformó frente a sus ojos en una especie de mariposa, que revoloteaba sin parar y se movía a su alrededor, sirviéndole y ofreciéndole de todo con la misma velocidad que consumía cada alimento, mientras él sólo alcanzaba a morder un pan.

Casi no hablaban, no había tiempo, pues siempre estaban con la boca llena. Ella lo miraba y sonreía -era para ella sola- por fin ahora sería su novio de verdad; había probado su mano y parecía gustarle lo que ella cocinaba, de seguro, en cualquier momento le declararía su amor.

Sí... él comió... un poco de cada cosa y ya no quiso más, se sentía satisfecho; pero ella insistía que debía servirse más pié, que en la cocina tenía más jamón, que se sentiría ofendida si no tomaba más café, que si quería le preparaba ella el siguiente pancito.
Clímax
Pasó la tarde y todo comenzó a oscurecerse, ella pensó que ya había llegado el momento de hablar y lo invitó al sofá. A esas alturas el pobre psicólogo caminaba con dificultad, su estómago estaba demasiado lleno, se sentía pesado y cansado, muy cansado.

Se sentó sólo un rato, esperando sentirse mejor para ir a casa. Ella nerviosa y más coqueta que nunca comenzó a ofrecerle bajativos, canapés, papas fritas; pero él rechazaba todo. No, pensó ella, quizás quiere cenar y se ofreció para prepararle algo más contundente, a lo que él se opuso, pues recién terminaron la once, era demasiado.
La Herida
Callada, lo miraba sin saber que decir, pues esperaba que se le declarara de un momento a otro; sin embargo él al verse acosado por tanta comida decidió irse antes. Se despidió galantemente y se marchó sin titubear, él ya tenía todo claro.

El silencio reinaba en la casa, estaba sola, él se había ido sin decir lo que ella deseaba, se sentía tan triste, tan descorazonada, nada de lo que había hecho resultó para sus propósitos. El dolor le llenaba el alma, a tal punto que no encontraba consuelo y el llanto se le escapó por los ojos, por los labios, por todo el cuerpo.
Que desaparezca el vacío
Miró a su alrededor esa habitación estaba tan vacía sin él, tan vacía que ni siquiera sentía su propia presencia. Se levantó como hipnotizada y tomó un canapé de la mesita de centro,  luego otro y otro. Cuando acabó, siguió con todo lo que sobró de la once, con lo que había en el refrigerador y la despensa, nunca había comido tanto. Ya no sólo necesitaba cariño, necesitaba amor, amor de ese hombre que se había ido sin decir lo que ella necesitaba escuchar. ¿Con qué podría apagar el sufrimiento que le causaba este amor si la comida no bastaba?
El encuentro
La careta que traemos desde el nacimiento, para algunos es más sutil casi imperceptible, transparente; en cambio para otros como ella era toda una artesanía de colores, de brillos y reflejos que encubrían la única verdad de su alma: el odio por  su cuerpo.

Llegué a conocerla de memoria, como nadie nunca logrará conocerla, pues el tiempo a su lado no fue tiempo perdido.

Al día siguiente no fue a trabajar, siempre hacía lo mismo, de una u otra forma le gustaba que todo el mundo estuviera pendiente de ella y en este caso que la compadecieran. De qué, era difícil saberlo, pues la autocompasión  no la revelaba ante lo demás, excepto si le convenía, cuando lograba algo a cambio.

En ese estado la encontré la primera vez que la ví, desmoralizada y caída como quizás cuántas veces antes.

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