lunes, 16 de mayo de 2016

La Gorra de Marino

 

Debo haber  tenido cuatro años y mi hermano Bernardo dos, cuando vivíamos en Puerto Montt en una gran casa estilo modernista de calle Vial, propiedad de un pintor.



Estábamos ocupándola por unos meses con la idea de comprarla.

En ese tiempo mi padre médico, era muy exagerado para tratarnos, nos protegía mucho -a mí y a mi hermanito Bernardo- de todo cuanto estuviera a nuestro alrededor. Vigilaba cada cosa que tomábamos por que podía tener "microbios" los que conocí en teoría mucho antes que los microscopios, no permitía que jugáramos con juguetes considerados por él como dañinos (bicicletas, patines, patinetas), que no nos cayéramos, etc. Era como si nos rodeara de cojines y algodones para llegar a adultos sanos y salvos.
 
Con esta manera de tratarnos y con sus manías de médico,  al salir al aire libre, él nos cubría la cabeza, para evitar que nos diera insolación sobre todo cuando jugábamos al sol, lo que parece muy lógico si nos pasábamos casi todo el día en el jardín. Como su palabra era ley la obedecíamos al pie de la letra aunque no entendiéramos bien la razón de la orden, así que nunca salíamos sin las cabezas cubiertas.
 
Un día llegó hinchado de felicidad con dos gorras de marino, una para mí y otra más pequeña para "Ber". Papá siempre nos contaba sus historias cuando fue médico de abordo en un barco mercante que fue a Europa e incluso nos mostraba fotos donde estaba parado en cubierta con un uniforme blanco y una gorra así como las nuestras. Con ese regalo era como si hubiera proyectado su sueño de volver a surcar los mares en nosotros.
 
Y por supuesto eso de disfrazarme de marino no me gustó -siempre fui un poco rebelde- pero después de su compra, al parecer los demás sombreros y gorros habían desaparecido de la casa, por lo que lo único para cubrir nuestras cabezas al ir al jardín o a la calle, eran las gorras de marino para evitar "la insolación". ¿Qué podía hacer yo?, no tenía elección.
 
Por supuesto en ese tiempo no podía conocer necesariamente el significado que “insolación” -palabra tan rara- tenía, más bien pensaba que debíamos ser sensibles a alguna enfermedad extraña o algo así, pues nadie que yo conociera debía cumplir con el ritual de cubrir su cabeza cada vez que salía fuera de casa, ni siquiera la Pili.
Ella era una compañera de pre kinder y amiga, que vivía a unas cuadras de distancia en la misma calle. Siempre jugábamos juntas en el barrio y no era raro que viniera a invitarme a su casa. Papá me daba permiso para salir, pero "no debía quitarme la gorra".
 
Me iba a casa de Pili a hacer lo que más me gustaba en ese tiempo: bailar. Entrábamos al living de su casa, ella ponía el tocadiscos a todo volumen y bailábamos la tarde entera los temas de Ray Coniff frente a un gran espejo de cuerpo entero.
 
¡Qué feliz me sentía al seguir el ritmo de la música! Sin embargo algo no andaba bien. Me observaba en el espejo mientras bailábamos y pensaba lo ridícula que resultaba mi imagen en movimiento: una pequeña niña trigueña con dos largos moños de resorte, vestido de vuelos y encajes, con zapatitos de charol, calcetas arrolladas y sobre la cabeza una gorrita blanca con listas azules y doradas, igual que las usadas por los capitanes de barco.
 
La Pili me decía que me sacara la gorrita marinera, para tener un look más acorde con el tipo de música, pero yo le explicaba lo de la insolación y ella mirando interesada me encontraba toda la razón, a pesar que no entendía ni pío a lo que me refería.
 
Tuvieron que pasar varios años, para que me diera cuenta que la insolación la causaba el sol y para eso era la gorra.
 
Tomé tan en serio la orden que me dieron, sin darme cuenta que no era necesario usar este artefacto dentro de la casa.
 
¡Qué importante es que los adultos les expliquemos a los niños el porqué de las cosas!
 
(c) Cuento Registrado en Derecho de Autor, Santiago año 1998 en un compilado, bajo el título "Cuentos de mi Infancia", prohibida su utilización sin citar autoría.

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